History's Legends
Libro 2: Sunilda y Yarisa
Antes de que la gracia de los soberanos empirianos tocara a Atreia, antes de que cultivaran nuestro país las primeras civilizaciones y sus descendientes, sus habitantes eran muy diferentes. Entre ellos había granjeros, saqueadores, sacerdotes e infieles... y dos chicas especialmente jóvenes llamadas Sunilda y Yarisa.
Sunilda y Yarisa eran dos bellísimas hermanas gemelas que habían llegado al mundo con muy pocos minutos de diferencia. Las dos tenían la misma piel de porcelana y el cabello negro azabache. Eran casi idénticas... excepto por los ojos. Los ojos de Sunilda eran de color azul zafiro, mientras que los de Yarisa ya eran intensamente rojos antes de sentir el contacto de la furia.
Ambas niñas también estaban benditas en otro aspecto. Su padre era un noble, un hombre rico que pudo dar a sus hijas una infancia de princesas.. y lo hizo.
Todos los años, el día del cumpleaños de sus hijas, encargaba a un artista legendario que las retratara. Las colmó de ostentosas joyas, encargaba a los mejores sastres de Pandemónium que confeccionaran los vestidos más elegantes para ellas y llenó toda una habitación de muñecas preciosas que giraban graciosamente con el sonido de sus relojes de música incrustados de joyas.
Y además estaba el jardín. Este pequeño paraíso estaba aislado del resto de Atreia mediante un muro de piedra gigantesco que podía incluso amansar ráfagas de viento que rugían embravecidas y convertirlas en brisas susurrantes. Y las dos hijas jugaban al abrigo de este muro. Cantaban y bailaban por los exuberantes jardines frutales en los que retozaban los pájaros e insectos más coloridos de aquellos tiempos.
Lo tenían todo. Pero cuando ambas hijas estaban en la flor de la vida, su padre comenzó a sentir el frío y duro tacto del invierno de su vida...
Un día, el noble, que se había convertido en un anciano, llamó desde la cama a sus dos hijas.
"Hijas mías", comenzó a decir con una voz áspera y una respiración jadeante, "se aproxima mi hora. El destino no me deja muchas más opciones. Pero sois mis descendientes. Debéis seguir viviendo y seguir el camino que he previsto para vos".
Ambas hijas miraban a su padre horrorizadas y con los ojos muy abiertos. Hasta entonces solo conocían la belleza de Atreia y su padre había ocultado el resto con esta muralla grande y fría que rodeaba su jardín.
"¿Padre?", dijeron ambas al mismo tiempo, como solía ocurrir. El noble les tendió su mano temblorosa y huesuda, pero sus dos hijas dieron un paso atrás.
Tras la muerte de su padre, las hijas comenzaron a buscar elixires, pociones y tinturas misteriosas que les proporcionaran la vida eterna. Observaron todos sus retratos de cumpleaños y llegaron a la conclusión de que sus rostros no iban a conservar siempre su belleza.
Sus sirvientes y doncellas viajaron por todo el país y regresaron con carísimos recipientes repletos de líquidos y cremas inservibles. Gastaron tanto dinero en ello, que sus cámaras del tesoro se vaciaban continuamente. Y cuando esta fuente de financiación se agotó por completo, vendieron sin perder tiempo los muebles que su padre había mandado fabricar.
Pese a todos sus esfuerzos, envejecieron, y en su desesperación comenzaron a buscar una solución más radical...
Un día desapareció una joven de un pueblo cercano. En su situación, los trastornados habitantes del pueblo se dirigieron a un duque de la región. Este se mostró dispuesto a ayudar y envió a un investigador al pueblo.
El investigador exploró el pueblo hasta el último rincón, registró a fondo bosques y ríos, cuevas y campos, pero no encontró nada. Incluso visitó el castillo de Yarisa y Sunilda para preguntar a ambas. Si bien su búsqueda tampoco tuvo éxito allí, encontró otra cosa. Se enamoró de Sunilda y sus luminosos ojos azul zafiro.
Olvidó sus investigaciones y comenzó a cortejarla... hasta que un día apareció la chica desaparecida.
La encontraron en una ciudad muy alejada, completamente ilesa. Pero en su interior, algo había cambiado: había perdido las ganas de vivir que caracterizan a todas las niñas de su edad. En lugar de ello solo estaba cansada y agotada, y le explicó al investigador que no tenía ninguna intención de regresar a su pueblo. La niña, que apenas tenía once años, falleció dos días después por muerte natural. Lo extraño es que había muerto de vieja.
Pese a este curioso hecho, el investigador dio por concluida su investigación e hizo los preparativos para regresar a su ducado. Sin embargo, antes de partir quiso despedirse de Sunilda.
Cuando llegó al castillo de las gemelas estaba completamente decidido a entrar. Pero al abrir la puerta, se desmayó inmediatamente...
Despertó en un sótano abovedado, oscuro y polvoriento. Una débil luz titilaba sobre él y en el rincón más alejado pudo distinguir una silueta pequeña y atareada.
¡Debo... darme prisa! ¡Debo terminar! El investigador se levantó y miró en dirección de la silueta.
¿Q-quién sois? La figura se dio la vuelta y lo miró con sus ojos vacíos e inyectados en sangre. Él se acercó hasta estremecerse del susto.
"¡No!", gritó la figura. "Debo concluir mi tarea. He de coleccionar almas para las desalmadas. Las desalmadas gemelas. Debo debo debo debo debo d...". La figura se detuvo para escuchar. Se aproximaban unos pasos. La figura desapareció en la oscuridad. El investigador, que ahora temía por su vida, saltó a una carreta y se escondió bajo un par de pesados sacos.
Pronto algo puso la carreta en movimiento, y solo unos minutos después el investigador sintió en su rostro el calor de la luz del día. Poco tiempo después descargaron la carreta y los sacos (y con ellos el investigador) cayeron en una tumba. Enseguida huyó y se dirigió horrorizado al pueblo más cercano. Se había visto obligado a ver, con horror, lo que contenían los sacos: ¡cadáveres... de chicas jóvenes!
Una hora después, el castillo estaba cercado. A los habitantes del pueblo, dirigidos por el investigador, les hervía la sangre de rabia y derribaron la puerta principal. Registraron hábilmente todas las habitaciones, pero en lugar de hermanas gemelas solo encontraron telarañas y suelos polvorientos.
Sin embargo, quedaba el jardín. Cuando se dirigieron hacia él al unísono, escucharon una maravillosa canción procedente de su interior...
Realmente, las hermanas gemelas se habían retirado al que una vez fuera su ostentoso jardín, pero habían perdido su encantadora belleza y su aspecto era monstruoso y repugnante. Su cabello era gris y desgreñado, sus rostros pálidos y extenuados, y sus ojos, antaño tan seductores, eran ahora tan sombríos como la noche asmodiana. Solo eran unos esqueletos descompuestos que se aferraban a la última chispa de vida que les quedaba.
El investigador reunió todas sus fuerzas y se mostró. Justo en ese momento, las hermanas gemelas lanzaron a la vez un grito estremecedor. El jardín adquirió un color rojo como la sangre y los habitantes del pueblo perdieron el conocimiento...
Cuando volvieron a despertar, presenciaron un espectáculo espeluznante. El jardín estaba marchito y sin vida. Por doquier solo había tumbas descubiertas con cadáveres mínimamente enterrados. El investigador había desparecido sin dejar huella...
... en su lugar solo estaba el hombre con el que había hablado antes. Se trataba de Jerfiner, uno de los alquimistas más conocidos de Atreia que ahora no era más que una vieja piltrafa humana. Entre lamentables sollozos y violentos arrebatos de lágrimas de arrepentimiento contó a los habitantes del pueblo lo sucedido.
Hacía muchos años, el viejo lord contrató a Jerfiner, en principio para fabricar juguetes y artilugios que entretuvieran a sus dos hijas. Sin embargo, tras la muerte de su padre, las hermanas encargaron a Jerfiner que las mantuviera jóvenes. En primer lugar solo mezcló cremas y tinturas, que no pudieron detener el envejecimiento de sus rostros, de forma que pronto exigieron más. Mucho más.
Mediante torturas le obligaron a desarrollar un nuevo y cruel método: el alquimista debía robarle el alma a chicas jóvenes e impregnar con ellas el espíritu de las hermanas. Lamentablemente, la técnica no estaba perfeccionada en absoluto, así que muchas chicas perdieron la vida con los experimentos de Jerfiner.
Sin embargo le obligaron a seguir trabajando en su método, y a Jerfiner (que era su rehén) no le quedó más remedio que cumplir su orden. La sed de las gemelas por la vida eterna había causado la muerte de muchísimas inocentes. Las hermanas gemelas, que habían vivido una vida aristocrática en la que nunca les faltó nada, se habían hundido más que nadie antes y habían arrebatado mucho a muchas personas.
Fin.
(Entre la última página y el dorso del libro hay un pequeño apunte).
Interesante. ¿Cuento o realidad? El castillo ya no existe, pero una vez existió de verdad. ¿Y los cuadros?
Hay que investigarlo.
C