Las crónicas de los cuentos

Tomo 6: Los niños bailarines

Ven, mi niño, voy a contarte un cuento...

Hace muchos, muchos años, nuestro mundo se partió en dos. Los rayos y los truenos desgarraron el cielo y trajeron la muerte y la destrucción a nuestro mundo.

Sin embargo, tú ya sabías esto antes de nacer, generaciones y generaciones de cuentacuentos lo grabaron en tu memoria. Todos sabemos lo que ocurrió aquel día y que los cobardes elios, con sus creencias erróneas sobre su superioridad, son responsables de ello. Aunque no haya redactado este tomo para contar esta historia... me gustaría que cuando leas el cuento de "Los niños bailarines" siempre te acuerdes de la catástrofe...

Millones de vidas se perdieron por la catástrofe. Sin embargo, muchos creen que aquel fatal día, los caídos fueron los benditos. Ellos perdieron la vida en segundos y sus cuerpos inanimados se reunieron con las cenizas que arrastraba el Abismo. En cambio, los supervivientes quedaron abandonados a su destino sin protección y amenazados por la muerte a manos del hambre.

En esa oscuridad terriblemente fría y funesta, las primeras en morir fueron las plantas que tanto dependían de la luz de la Torre de Aion. Y sin plantas, los animales también fueron debilitándose cada vez más... su muerte era inevitable. Pronto nuestros ancestros comenzaron a sentir el vacío absoluto en sus estómagos y su número descendía en toda Asmodia día a día. Los habitantes del pueblo de Beluslan no fueron ninguna excepción.

Todos los días, los adultos de este pequeño pueblo trabajaban en sus campos helados para guardar y cuidar la escasa cosecha que se salvaba en estas circunstancias adversas. Los niños, demasiado jóvenes y débiles para este trabajo en el campo, se reunían en una pequeña colina, donde atizaban un gran fuego para mantenerse calientes. El más pequeño de estos era un niño llamado Marcose.

Marcose aún era un lactante cuando su padre murió. Y su madre, como cualquier madre que estuviera en una situación similar, estaba muy preocupada por su único hijo. Aquel día en el que se hallaba trabajando en el campo, le invadió la preocupación por la seguridad y el bienestar de su hijo. Cada mañana ponía sus manos en los hombros de su hijo, lo miraba intensamente a los ojos y repetía las mismas palabras de advertencia "Hijo mío, guarda tu energía y caliéntate en el fuego, eso es lo más importante. Nunca dejes que te induzcan a bailar, NUNCA. ¡Por favor, no lo olvides!"

Todos los días tenía lugar la misma función: Los adultos trabajaban en el campo. Los niños se sentaban en la colina y observaban cómo trabajaban sus padres mientras se apostaban contra el demoledor viento y protegían sus ojos de la violenta arena.

Los campos no daban mucho y con el transcurso de los días, las semanas y los meses, los niños cada vez estaban más delgados y débiles. Sin embargo, eran niños, y como tales estaban llenos de vitalidad, energía y pasión. Formaba parte de su naturaleza retozar, correr hacia el horizonte, subir al árbol más alto, pelearse, cantar y expresar su alegría por vivir.

Sin embargo, no podían y se aburrían...

Y un día especialmente frío llegó el momento... un chico llamado Saúl se levantó. Todo comenzó cuando repentinamente su pelo pareció ponerse a danzar al viento. Le siguieron los brazos, las piernas, y finalmente todo su cuerpo comenzó a BAILAR.

El resto de los niños se miraron entre sí, al principio con cierto temor que, sin embargo, rápidamente dio paso a la agitación y la alegría. Todos los niños parecían estar pegados al suelo debido a las advertencias de sus padres, cuando en realidad lo único que deseaban hacer era saltar y jugar.

Y así, uno tras otro, todos los niños se fueron desinhibiendo. Un segundo niño se levantó, tomó del brazo a Saúl y comenzó a danzar. Le siguió un tercero, un cuarto, y en pocos minutos todos los niños habían formado un círculo y danzaban con los brazos entrelazados alrededor de la hoguera.

Los niños se reían, danzaban y lanzaban gritos de júbilo. Se reían por el titubeo de Marcose y se burlaban de él.

Ven y juega con nosotros, Marcose. "¡Es muy divertido!", decían.

Pero Marcose solo negaba con la cabeza. Podía oír como las advertencias de su madre resonaban fuertes y claras en su interior.

Los niños bailaban todos los días y pronto dejaron de preocuparse por Marcose. Reían y lanzaban gritos de júbilo cuando retozaban en los campos y colinas cercanos y se abandonaban a sus ganas de jugar. Sus padres estaban demasiado agotados para detenerlos, demasiado agotados para ver cómo sus propios hijos se transformaban.

Pero Marcose podía verlo.

Veía cómo sus cuerpos cada vez adelgazaban más, cómo su piel se tensaba, mientras los huesos cada vez se marcaban más en sus jóvenes rostros.

Así transcurrió todo un mes. Un mes a cuyo término llegó uno de aquellos días horriblemente fríos. Marcose estaba sentado junto al fuego, envuelto en mantas, y apenas sentía el frío. Sin embargo, el resto de los niños, que entretanto se habían vuelto ligeros como una pluma y no conservaban un solo gramo de grasa en sus cuerpos, tiritaban de frío y lloraban amargamente.

Como si obedecieran una orden, todos los niños bailarines se irguieron, puesto que solo conocían una forma de mantener el calor. De la mano, corrieron a otra de las colinas. Pero justo en ese momento, cuando los niños habían alcanzado una depresión situada entre ambas colinas, una fuerte ráfaga de viento barrió el pueblo de Beluslan.

Marcose cerró los ojos con fuerza para protegerse contra el viento mordiente y se tapó todo lo que pudo con la manta. Pero, pese al rugiente vendaval, pudo oír cómo los adultos del pueblo lanzaban al unísono un grito de pánico. Miró en esa dirección y pudo ver cómo los decrépitos niños eran lanzados al aire por el poderoso viento del norte, totalmente desgarrados por él...