Hace mucho tiempo, los habitantes de Pecherolin vivían en paz y armonía.
Si tenían hambre, recogían la fruta directamente de los árboles. Si tenían sed, bebían de los claros ríos. Eran totalmente felices.
Pero con la Catástrofe, llego la destrucción de la tierra. Cuando los Dragones masacraron a los habitantes de Pecherolin, el paraíso se prendió en llamas.
Los supervivientes huyeron a Morfugio. Era una región inhóspita y horrible: demasiado fría o caliente, estéril o selvática.
Al final, los supervivientes de Pecherolin se establecieron en el desierto de sal. Construyeron edificios de emergencia para sobrevivir a los vientos azotadores y comenzaron una nueva vida.
Sobrevivieron y se hicieron más fuertes. Igual que su asentamiento se convirtió en un pueblo, ellos se convirtieron en asmodianos.
Cuando una noche apareció un grupo de elios y pidió asilo y perdón a los supervivientes de la expedición de Deltras, los habitantes no pudieron negárselo.
Los lamentables elios recordaron a los habitantes su propio origen como refugiados atemorizados que luchaban por sobrevivir.
Estos se ofrecieron a ocultar a los elios de las patrullas de Lord Ciquel y a ayudarlos a regresar a Elísea.
Poco después, Lord Ciquel acudió al pueblo con un regimiento de Arcontes en busca de los restantes seguidores de Deltras.
Registraron las casas de los habitantes del pueblo contra su voluntad. Sacaron a rastras a los elios de sus escondrijos y los llevaron hasta la plaza del pueblo.
Lord Ciquel, enfurecido como estaba, decidió que los traicioneros habitantes del pueblo también merecían un castigo. Cuando estaban acurrucados y muertos de miedo, Lord Ciquel levantó la mano y los transformó en vulgares Quentaris.
Desde entonces, nadie ha entrado en el poblado.
Los viajeros afirmaban que los habitantes del poblado transformados aún vivían allí, que vagaban sin rumbo, se miraban fijamente y se preguntaban qué les había ocurrido.
Un día, los Quentaris dejaron el poblado y abandonaron sus hogares a la arena y al viento.
Desde entonces, los Quentaris vagan por el Desierto de Salinto y atacan a los viajeros como las criaturas salvajes en que se convirtieron.
La sangre de los Quentaris ha robado la bondad de su vida anterior.
Un viajero contó que una vez se encontró con un Quentari en el desierto.
Cuando la bestia se le acercó, esperaba que lo despedazase y, paralizado por el miedo, se quedó mirándola.
Se quedaron de pie, cara a cara, pero cuando el viajero miró a los ojos del Quentari...
no vio hambre sin intelecto, sino tristeza infinita.
Entonces el Quentari se dio la vuelta y desapareció en el desierto.