Hace mucho tiempo, cuando los dos continentes todavía eran uno, Elnen era un próspero paraíso con exuberantes árboles frutales, fuentes cristalinas y cereales dignos de orgullo. Todo aquello fue arrasado y corrompido cuando los Balaúres entraron en Elnen y, con ellos, la guerra.
Durante la Guerra Milenaria, mortales y Daevas lucharon contra los Balaúres, que se habían opuesto a la voluntad de Aion. Como recompensa, Aion creó el campo etéreo para proteger y nutrir a toda Atreia.
Elnen estaba en la zona exterior del campo etéreo, a cierta distancia de Aion. Era un objetivo recurrente de los ataques balaúres, que buscaban agujeros en el campo.
La guerra incesante embota los sentidos. Tanto los soberanos empirianos como los Balaúres estaban exhaustos tras 800 años de guerra, por lo que no es de extrañar que de vez en cuando hubiera períodos de calma.
En uno de aquellos días de tranquilidad, algo nos sorprendió mientras patrullábamos el campo a lo largo del Desfiladero de Dirmoi. Noté que algo se movía y miré hacia arriba. No podía creer lo que veían mis ojos. Los Balaúres oscurecían el cielo, no se veía ni un solo resto de azul.
Los soberanos balaúres habían aprovechado el sosiego de las batallas para reclutar en secreto un ejército cuya magnitud no nos podíamos haber imaginado. Nadie sabe de dónde salieron.
Hasta los veteranos más fuertes temblaban ante aquella multitud balaúr, pero los gloriosos soberanos empirianos no vacilaron: los ejércitos de Elnen de Lord Nececán estaban preparados en pocas horas para defender el campo etéreo del este.
Ni una cantidad tan brutal de Balaúres podía amedrentar a los soberanos empirianos y a los Daevas protegidos por la gracia de Aion. Sin embargo, lo intentaron. El asalto a Teobomos y todo su inimaginable ímpetu solo era una artimaña.
Mientras que los soberanos empirianos y los defensores de la torre se lanzaban contra el poder del muro de llamas y escamas, los soberanos balaúres atacaron por el oeste. Concentraron toda su fuerza en un punto y así consiguieron atravesar el campo etéreo en Elnen: un agujero pequeño e irregular, pero lo bastante grande.
Después de que se abriera la brecha, se concentró una ingente cantidad de Balaúres y de sus líderes presos de la codicia ante las riquezas del campo de éter. Solo la voluntad de Aion se interpuso en su camino. La grieta se volvió a cerrar después de que un puñado de Balaúres la atravesara y el campo volvió a ser impenetrable.
Los gritos de júbilo resonaron por todo Elnen. La mayoría de nuestras tropas luchaba en el este, así que había pocos Daevas para atrapar a los intrusos. Sin embargo, se lanzaron contra ellos con el ímpetu de una flecha disparada.
Ambos bandos eran casi iguales en número, pero al general balaúr Sataloca lo movía una crueldad letal.
Sataloca utilizaba sus maldiciones diabólicas y llenas de odio para acabar no solo con los Daevas de Elnen, sino con todo ser vivo e incluso con la tierra misma. Así, asoló la antaño maravillosa tierra que lo separaba de la Torre de Aion. Arrasaba cada pueblo por el que pasaba. La energía venenosa se infiltraba en el suelo con cada uno de sus pasos.
Elnen, mi maravillosa y exuberante ciudad, fue completamente destruida.
Los valerosos guerreros acabaron con sus tropas, pero no con Sataloca, que era edecán de un soberano balaúr y Dracan ascendido. No dejaba que nadie lo apartara de su objetivo, aunque casi lo ahogaran con sangre daeva.
La brutalidad de Sataloca carbonizaba el cuerpo y el alma. Sin embargo, los Daevas no se rindieron: se lanzaban directamente de los brazos de los sanadores de almas a enfrentarse al enemigo incluso antes de que remitiera el tormento de la muerte. La batalla del este impidió que llegaran refuerzos durante días. Las muertes se sucedían y poco a poco el espíritu y las almas se fueron debilitando.
Al ver que ni el ejército de mortales ni el de Daevas podía frenar a Sataloca, los soberanos buscaron la ayuda de un poder más antiguo que ellos mismos: los temibles huesos de los dragones primitivos en un escabroso desfiladero al norte de Elnen.
¿Pero cómo atraerían a Sataloca hasta allí?
Nurea, templaria y general de legión, reunió a una tropa de voluntarios. A pesar de que no se había recuperado por completo de Teobomos, no podía tolerar que Sataloca siguiera atacando su patria. Nurea y sus Daevas se burlaron de él y lo provocaron para que se dirigiera al desfiladero y cayera en la trampa empiriana.
Lo ataron con correas de éter a los huesos prehistóricos. Mientras estaba atado, montones de guerreros le atacaron con una ira salvaje que igualaba la suya. Las cadenas de sangre eran una buena sujeción. Sin embargo, aunque lo hicieron pedazos, su fuerza vital no remitía.
El corazón de Sataloca albergaba un poder cruel con el que era capaz de producir Dracanes de sus huesos para atacarnos. Ni los hechizos más poderosos ni los golpes de espada letales pudieron acabar con su repulsiva energía. Los soberanos empirianos temían que ataques imprudentes pudieran hacer que su corazón liberara todo su veneno, así que lo encerraron para toda la eternidad.
Quimeia, una protectora de Ariel, asumió la responsabilidad de sellar y vigilar el Corazón de Sataloca.
Allí permanece eternamente, para proteger Elnen de la rabia latente de aquel órgano. Paga un alto precio por ello, porque está tan presa como el Balaúr al que vigila.
Elnen también pagó su precio. Cada pueblo, cada trozo de tierra que pisó Sataloca, está quemado y contaminado. Su alma de enorme maldad todavía recorre la zona. Solo los Claus pueden vivir allí.
Toda Atreia podría haber compartido el cruel destino de Elnen si el campo etéreo hubiera permanecido abierto solo un minuto más. ¿Qué hubiera sido de nuestro mundo si no fuese por Nurea y Quimeia, cuya inquebrantable voluntad es un ejemplo para todos los Daevas?
Recordad siempre a las víctimas que murieron en Elnen.
Nunca bajéis la guardia ante los Balaúres. El Corazón de Sataloca todavía late.