La historia de la Fuente de las Ninfas de Feneís

Hace mucho tiempo, antes de que el desierto lo engullera todo, había un hermosísimo bosque en Elnen llamado Eiron. La foresta gozaba de una exuberante espesura y de recónditos y soleados claros que eran hogar de numerosos animales, desde los diminutos Elrocs, pasando por los huidizos Crínacs, hasta los enormes Tipólidos.

El bosque de Eiron albergaba a prácticamente toda la fauna de Atreia y, por consiguiente, también era un paraíso para los cazadores.

Un joven cazador acudía diariamente al bosque. Se llamaba Aineas, rebosaba energía e iba siempre engalanado con prendas de cuero limpias y de corte impecable. Solía llegar al bosque por la mañana temprano para pasar aprisa de un claro a otro y disfrutar de los sonidos y las sensaciones. No le gustaba ver a los animales sufrir y rara vez cazaba en Eiron; prefería el cantar de los pájaros al de la cuerda de su arco. Regresaba a diario para recorrer el bosque de nuevo.

Todas las tardes, cuando el ocaso comenzaba a apoderarse del bosque de Eiron, terminaba su jornada en una clara fuente escondida en la parte más profunda, que era a su vez el rincón más tranquilo. Aineas bebía del agua de la fuente, se tumbaba en la hierba y tarareaba alguna melodía o simplemente se dormía.

Después de un día especialmente agotador, sus pies lo guiaron como siempre a la fuente, donde se sumió en un profundo sueño del que despertó a la mañana siguiente. Nunca le había pasado algo así.

La mañana se desperezaba y unos tímidos rayos de sol penetraron hasta la fuente cuando una joven entró en el claro donde dormía Aineas. Su ropa estaba ajada y arrastraba un pesado cubo, aunque no más pesado que la tristeza que reflejaba su rostro. Llenó su gastado recipiente con agua de la fuente sin percatarse de la presencia del cazador, que todavía dormía. Se echó la pesada carga al hombro y se dispuso a abandonar el claro.

Aineas nunca hubiera visto a la joven si el destino no hubiera jugado sus cartas: ella tropezó con una raíz. El ruido que hizo el cubo al caer en el hasta entonces silencioso claro despertó a Aineas. La mujer lanzó un profundo suspiro mientras recogía el balde vacío. El corazón de Aineas quería salírsele del pecho y ayudarla, pero estaba paralizado por su gracia y belleza hipnóticas que ni su deshilachada vestimenta ni su preocupada expresión podían desmerecer.

En un abrir y cerrar de ojos, la joven llenó el cubo de nuevo y se lo echó al hombro. Abandonó la fuente antes de que Aineas pudiera levantarse o pronunciar palabra.

Al día siguiente, el cazador no esperó como de costumbre a la tarde, sino que se dirigió a la fuente por la mañana. Los pájaros aún dormían. Se sentó en el borde del agua. Un rato después, apareció la joven con el cubo al hombro.

Cuando entró en la fuente, él le sonrió y la saludó asintiendo. Ella agachó la cabeza y le devolvió una discreta sonrisa.

Llenó el cubo y se detuvo un momento. Mientras abandonaba la fuente con el agua, Aineas pudo observar que su paso era algo más lento que el día anterior.

Aineas esperaba todas las mañanas en la fuente. La aguadora se quedaba cada vez más tiempo. Era un acuerdo tácito.

Se dijeron sus nombres: el de ella era Feneís. A veces, Aineas compartía con ella lo que había cazado para el desayuno. No obstante, la mayoría de las veces solo se sentaban juntos en el aislado claro y disfrutaban del silencio.

Aineas siempre aparecía bien acicalado y con una gran sonrisa en la cara; Feneís llevaba las mismas prendas desgastadas y tenía aquella misteriosa sonrisa triste. A pesar de estas diferencias, se hicieron buenos amigos. Entonces, una mañana, Aineas llegó a la fuente y encontró a Feneís hecha un mar de lágrimas.

Le confesó su historia entre sollozos. Sus padres habían muerto cuando ella era pequeña. Vivía con su tío y con su tía, que la hacían trabajar sin descanso. Tenía que cuidar de sus siete primos y primas, cocinar, limpiar y trabajar en el campo. Estaba acostumbrada a todo eso, pero ahora lloraba porque algo peor había ocurrido.

La noche anterior, su tío le había dicho que había acordado casarla con un viudo del pueblo vecino que tenía tres hijos no mucho más jóvenes que ella.

Cuando conoció su suerte, Aineas se arrepintió de no haber hecho caso de su triste sonrisa durante tanto tiempo. La convenció para que se reuniera con él en el manantial a la mañana siguiente y huyeran juntos.

Feneís hizo rápidamente la maleta con sus escasas pertenencias. Terminó su jornada con una sonrisa y esperó con impaciencia a que llegara la mañana siguiente. Estaba tan nerviosa que casi no pudo dormir. Llegó a la fuente antes que el amanecer y que Aineas.

Mientras el bosque se despertaba lentamente, Feneís cayó presa de un miedo extraño. Se preguntaba por qué su amigo todavía no había llegado. Confiaba ciegamente en que vendría, pero cuando el crepúsculo se ciñó sobre el claro, Aineas todavía no estaba allí.

Siguió esperando en vano y el sol salió y se puso numerosas veces.

A Feneís la absorbían el miedo y la preocupación. El silencio del que tanto había disfrutado con Aineas era ahora una tortura. El agua de la fuente era cristalina y su superficie, un espejo, pero Feneís no soportaba mirar su afligido rostro.

Algún tiempo después, los habitantes del pueblo encontraron los gastados zapatos de Feneís junto a la fuente. Se cuenta que la decepción devastó sus ganas de vivir y que la profunda preocupación no le permitió abandonar el claro.

¿Pero qué le había ocurrido a Aineas?

Él no era un cazador común: era un Daeva. Y tampoco era un Daeva común, ya que pertenecía a la legión de la Tormenta. El destino había dado un nuevo giro a su vida, pues el mismo día en el que había convencido a Feneís de que huyera con él, el general de legión Deltras planeó poner en marcha una expedición de reconocimiento.

Aineas era uno de los mejores cazadores de la legión de la Tormenta y se unió a la tropa de Deltras sin dudar un segundo.

La historia de la legión de la Tormenta es bien conocida y demasiado larga como para contarla aquí. Sin embargo, la lealtad que Aineas prodigaba a Deltras le costó su inmortal vida: él y muchos otros Daevas nunca regresaron de aquella fatal expedición.

Muchos creen que el espíritu de Aineas todavía ronda por el lugar donde una vez creyó haber encontrado la felicidad.

Muchos años después, a los cazadores y viajeros que acudían a la clara y tranquila fuente les invadía una tristeza inmensa y al que se quedaba demasiado tiempo le aguardaba una muerte segura.

Una Ninfa había ocupado la fuente y seducía a los jóvenes cazadores. Estaba envuelta en ropa desgastada y nadie podía resistirse a su hipnótica belleza. Se asumió que la Ninfa era el espíritu de Feneís y por eso se le dio su nombre a la fuente.

Hoy en día, el bosque ha desaparecido y de la trágica historia de Feneís y Aineas no queda más que un vago recuerdo.