Manual del cuentacuentos de Elísea: la historia de un arma legendaria, tomo 1
La leyenda de la Espada dragoniana
De fuego y hielo.
Por ambición y artesanía.
De luz y sombra.
Tras años de elaboración nací como un todo.
Era nueva en el mundo y buscaba un compañero. Un compañero fuerte y valeroso que deseara perpetuar el régimen draconiano y su soberanía sobre Atreia. Un compañero con determinación en la batalla y voluntad inquebrantable.
Los que forjaron mi cuerpo y dieron aliento a mi alma me ofrecieron a un héroe elegido, un conocido guerrero que consideraban digno de mí. Sin embargo, vi la corrupción en su alma. Era débil y cobarde y luchaba por miedo a decepcionar a los demás y no por convicción ni por deseo de difundir la gloria de los Dracanes por todo el mundo.
Rechacé a este héroe en favor de su escudero. Era bajo de estatura y nunca lo habían puesto a prueba, pero su vivo espíritu era mucho más prometedor. Me di cuenta mientras las oraciones de mis creadores todavía resonaban frescas en mi filo.
Anunacu sería mi escudo. Yo sería su espada y juntos expandiríamos el imperio dracan y venceríamos a todo aquel que se interpusiera en nuestro camino.
El héroe elegido por mis creadores intentó asirme con gesto decidido, pero yo salté del altar pasando por su lado hacia la insegura mano de Anunacu. Él me confesó años después que temió por su vida y creyó que iba a matarle porque se había opuesto a la voluntad de su madre de que se convirtiera en escudero del héroe.
El héroe de mis creadores se dio la vuelta y se plantó enfrente de Anunacu, que ya no era un sirviente, sino una amenaza. Se abalanzó sobre nosotros empuñando su espada, pero yo paré todos sus golpes y pronto decayeron sus fuerzas.
Esperaba una pronta victoria contra su propio escudero, pero no contaba con la diferencia que yo marcaría. Este era otro indicio de que no me merecía: pensaba solo en la fama que le proporcionaría en vez de en mi verdadero sino.
Bloquear y parar. Defender y golpear. Cuanto más duraba nuestra primera batalla, mejor trabajábamos juntos. Comenzó a confiar en mí y a dejarme que lo guiara, así como yo le había confiado el determinar nuestra vida juntos. La llamada de la batalla recorría nuestra sangre con cada golpe de acero a acero.
Juntos pusimos al héroe a la defensiva mientras mis creadores contemplaban el combate en silencio desde su gran pabellón. Fui fundida en el Abismo y forjada con su fuego. Se someterían a mi juicio y reconocerían el desenlace de aquella despiadada batalla.
Cuando el héroe de alma indecisa cayó finalmente al suelo con heridas abiertas y sangrantes y los brazos casi despegados del cuerpo, supimos que la victoria era nuestra. En una perfecta unión entre la fuerza de voluntad de Anunacu y la mía, brazo y espada se movieron para asestar un único tajo limpio. Decapitamos al héroe e impedimos cualquier súplica de compasión.
Desde aquel día fuimos inseparables. No se podía decir dónde acababa Anunacu y dónde empezaba yo, ya que nuestros pensamientos siempre eran uno y nuestro afán, unánime y puro. Nos enamoramos de una mujer de corazón fuerte e intenciones diabólicas y engendramos tres hijos con ella.
Nada se resistía a nuestro poder unido. Nos habíamos preparado desde que éramos niños para aunarnos en un único ser: el perfecto soldado enviado de los Dracanes. Éramos Anunacu y Saruluda, la Espada dragoniana, y pronto nos abalanzamos sobre el atronador pantano de la humanidad, que anhelaba la exterminación de nuestra especie.
Sin embargo, todos los seres vivos envejecen, incluso mi fuerte y noble Anunacu. Yo todavía podía cortar a mis enemigos como las garras cortan el viento y hacer añicos otras espadas cuando chocaban conmigo. Anunacu, por el contrario, se derrumbaba en cuanto la batalla se lo permitía y se frotaba las heridas jadeando.
Noté cómo se avergonzaba de las carencias de su cuerpo envejecido y cómo le dolía retenerme, pero nunca mostraba sus sentimientos. Pronunciarlos sería reconocer la verdad y por eso se los guardaba para sí mismo mientras su lentitud y debilidad avanzaban.
Yo todavía era joven e impetuosa, pero cuando teníamos que descansar en el lodo a los pies de nuestros enemigos, incluso yo entendía que el campo de batalla era historia para nosotros. Por este motivo pronuncié nuestra primera y última mentira: que quería volver a casa y ver crecer a nuestros bisnietos.
Mentira o no, regresamos a nuestro hogar. Cuando me presentó burlón a los ocho retoños y dejó que otros que no eran vísceras ensuciaran mi resplandor, sentí que me apresaba un sentimiento muy diferente al de la gloria de la guerra.
Así pasaron nuestros años, aunque Anunacu siguió apagándose. Los guerreros visitaban al anciano Dracan ciego. Recitaban historias de guerra, pero el codicioso brillo de sus ojos cuando me miraban revelaba cuáles eran sus verdaderas intenciones. Habían olvidado que yo misma escogía a mis compañeros y que no sería ningún Balaúr común.
El día en el que Anunacu ya no se despertó en Atreia sino entre las estrellas, me rompí en ocho trozos. Mi hice a mí misma lo que ningún humano, Dracan o soberano empiriano pudo hacer. 8 trozos, uno para cada bisnieto.
Sin embargo, la división me debilitó. No pude decir nada cuando Nuscu se equivocó al casarse. No pude intervenir cuando Asnán fue víctima de la daga de un asesino a sueldo. Incluso yo, Saruluda del todo y de la nada, puedo cometer errores.
Yacía en habitaciones vacías, impotente y apenada, en playas isleñas, en los bolsos de Dracanes que no eran de mi sangre. Así fue hasta que, de algún modo, mis ocho fragmentos volvieron a reunirse. Recobré la fuerza de la energía primitiva que vibraba en mis pedazos y dejé que mi voluntad actuara de nuevo para unir acero y alma, destrucción y renovación.
Me había retraído y debilitado durante el tiempo en el que estuve partida, pero había ganado en sabiduría y experiencia. No estaba sola. Una joven Dracan había reunido mis partes y su determinación por encontrarme me impresionó. Nos unimos en el acto.
Su nombre era Nanse y tenía grandes planes y sueños. Su primera idea fue la de visitar a un nuevo político llamado Eresquigal y unir nuestra vida a la suya. Partimos y pronto encontramos de nuevo la gloria bajo el nombre de "la Espada dragoniana".
La historia se repitió. La brillante Nanse murió y volví a partirme en ocho fragmentos. Era mi justicia poética: primero fui yo la que causó esta ruptura suicida y ahora mi voluntad no era lo bastante fuerte como para evitarla.
El siguiente fue Serida el Mataserafines. Después vino Utu, que movilizó a los constructores navales. Tiglat, el Conquistador. Barasurita el Armero. Subnalu. Ibi. Ciyatum...
Cada vez más y más débiles, más y más sola. Y ahora los humanos ascienden y solo soy conocida como la Espada dragoniana, nada más que una inútil abrecartas. ¿Cuándo volveré a unirme con Anunacu? ¿Con Nanse? Jamás. Todo lo que queda son los ocho trozos olvidados y batallas sin nombre. Hoy estoy colgada de una pared y todavía tengo fuerza suficiente para maldecir mi situación frente a un dueño que no me oye.
La leyenda de la Esfera del gigante
Los maestros forjadores de armaduras miraban a Nanus desde su alta mesa como si fuera un Silfo perdido en un crisol. "No te pongas nervioso", se decía a sí mismo el sudoroso Nanus. "Al fin y al cabo, tienes un título de maestro en cocina y los examinadores tenían un aspecto igual de avinagrado".
"Hemos evaluado su proyecto de forja de armaduras", le comunicó el presidente de la comisión. Recordad que esto ocurrió antes de la Gran Catástrofe y en aquellos entonces era todavía más difícil convertirse en maestro artesano. Uno debía presentar su proyecto de maestría a un gremio de maestros que lo desmontaban, deliberaban y después decidían si se era digno de ostentar el título.
"Maestro cocinero Nanus, la comisión ha decidido que no podéis ser uno de nosotros. Vuestro trabajo de forja de armaduras deja mucho que desear. ¿Veis estos puntos débiles?". En ese momento, el presidente rompió con las meras manos el peto de placas que Nanus había forjado tan cuidadosamente.
"¿Veis la mala flexibilidad de la construcción, que conduce a movimientos bruscos y al deterioro por el uso?" Esta vez, el presidente indicó algunos elementos de unión que estaban hechos de ásperos y angulosos discos en lugar de utilizar red elástica.
"Marchaos a casa, Nanus", dijo el presidente con mirada seria. "Asad un Porgo. Rehogad algo de verdura. Disfrutad de vuestros talentos, entre los que no se encuentra la fabricación de armaduras".
Nanus no se fue a casa. Primero fue al taller que tenía alquilado en la ciudad y tiró todo lo que tenía que ver con sus intentos de fabricar armaduras. Furioso y enrojecido como estaba, se plantó junto al banco de trabajo y comenzó el proyecto de una nueva armadura. Sería la mejor, la más resistente y ligera armadura de todos los tiempos.
Tiró más y más bocetos hechos en papel, que era mucho más caro que la materia prima de un forjador. Finalmente, dejó el lápiz a un lado porque sabía que necesitaba un descanso. "Me recuperaré un poco y volveré fresco y con energías renovadas. Seré conocido en el mundo de la forja de armaduras".
Nanus se fue a la taberna.
La estatua de piedra atacó a Nanus, y este escondió el fragmento de luz tenue en el bolsillo y huyó.
En cuanto se vio a salvo, observó la piedra y vio que esta había perdido su brillo y parecía haberse convertido en una piedra común.
Lejos de lamentarse, fabricó una esfera con ella.
La esfera era completamente normal, de aspecto áspero y sin ninguna propiedad especial. La gente se mostraba decepcionada con la esfera por la que Nanus se había jugado el pellejo.
Sin embargo, poco después de haberla fabricado, Nanus murió y la esfera cayó en el olvido.
Empapado en sudor y polvo y exhausto por un trabajo al que no estaba acostumbrado, Nanus se abrió paso hasta un largo y sucio túnel. Lo recorrió sin descansar y llegó a un pasillo empedrado que conducía a un enorme camino con suelo de mármol y relieves que representaban cómo Aion inspiró la sabiduría de los filósofos célebres.
A pesar de la ausencia de lámparas, podía distinguir claramente los relieves. ¿Cómo podía ser? ¡Debía encontrar la fuente de aquella luz!
Continuó y llegó a una pequeña sala cuadrada. En el centro había una piedra brillante. Nanus estaba convencido de que el material que allí yacía era tan único que podría utilizarlo para forjar armaduras impenetrables. La piedra rebosaba energía vital y emitía un potente resplandor.
Tan pronto como la tocó, la sala entera comenzó a temblar. El techo se resquebrajaba, las piedras se derrumbaban sobre su cabeza, las paredes comenzaron a ceder. Nanus corrió para salvarse con la piedra bien sujeta en la mano cerrada.
Tras huir ileso del Bosquecillo Feliz, que misteriosamente parecía intacto, Nanus se derrumbó en el suelo todavía tembloroso. Tosió por el polvo que la piedra destrozada había liberado al aire y abrió la mano para contemplar su tesoro.
En la palma solo había una piedra completamente normal.
Cuando llegó a casa la pulió, la lavó y la frotó. Sin embargo, su piedra seguía siendo normal y corriente. Su forma era tosca y no tenía rasgos especiales, por lo que la historia de su origen era más espectacular que el objeto en sí. Nadie entendía por qué Nanus había arriesgado su vida por una simple piedra.
Entonces llegaron las historias de la guerra. Un soldado decía haber visto cómo un Balaúr había abierto en canal al sobrino de Nanus y cómo este se recuperó poco después y acabó con su adversario. Otro legionario habló de cortes que desaparecían. De alguna forma y con el transcurso de los siglos, las historias de las curaciones milagrosas en el campo de batalla se relacionaron con la piedra de Nanus, a la que llamaron la "Esfera del gigante".
Hombres sedientos de gloria, aspirantes a héroes, temerosos de la muerte... Todos querían la esfera, pero solo uno podía poseerla.
La suerte del exclusivo propietario no duraba mucho. Era fácil que la Esfera del gigante se cayera durante una batalla y que el soldado, que confiaba en la curación milagrosa, sucumbiera ante las heridas que de repente eran mortales. Aparecieron imitaciones en todo el mundo, incluso en Sánctum, y los soldados confiaban en las falsas promesas.
Nadie sabe cuál es el paradero actual de la Esfera del gigante, pero se cuenta que está en manos de los Balaúres.
Cuando vieron cómo sus enemigos presuntamente muertos se levantaban y continuaban luchando, no reaccionaron con pánico, sino con astucia. Querían adueñarse de la Esfera del gigante y planearon torturar a los prisioneros hasta que se desmoronaran y les confesaran todo lo que sabían.