El Abismo ignoto: una historia de los elios.
- Amunder
¿Por dónde empezar?
El Daeva de hoy no concibe salir a luchar sin un quisc, pero hubo un tiempo en el que los Daevas valientes entraban como rayos de luz en la oscuridad del Abismo, arriesgando su vida por Elísea, por sus seres queridos y por honor.
Mi historia trata sobre los héroes que han vivido o desaparecido de este modo.
Yo, Amunder, ascendí en una época de oscuros descubrimientos, en la que los Abismos surgían y volvían a desaparecer sin previo aviso. Valientes investigadores informaban sobre los terribles peligros que allí aguardaban. Cuando los Abismos desaparecían, los Daevas quedaban atrapados en ellos.
Pero uno de los Abismos parecía ser diferente: Resanta.
Aunque la duración de Resanta hacía sospechar que se trataba de un Abismo permanente, solo los más valientes se atrevían a ir allí. Tantos Abismos se habían cerrado de forma repentina, que temíamos que ocurriera lo mismo con Resanta.
Después de descubrir productivos yacimientos de éter y otros recursos, se procedió a investigar y a desarrollar Resanta más a fondo.
Muchas expediciones se dirigían a Resanta, y yo fui en una de ellas. Como Daeva de la geografía podría encontrar un lugar apropiado para construir una fortaleza segura para los elios en Resanta.
Pero también tenía una ambición personal: completar el mapa que había dejado mi maestra Ildena. En parte, mi decisión de unirme a un equipo de expedición se debió a su influencia.
Ildena era una excelente Daeva de la geografía. Aunque para la lucha no tenía talento, su pasión por el nuevo mundo era inmensa y dedicó mucho tiempo a investigar y cartografiar los Abismos.
Tras una serie de viajes a Resanta, Ildena decidió dedicarse a elaborar un mapa de la región.
Casi había completado su mapa, estaba rebosante de entusiasmo cuando partió a su última expedición. No la volvimos a ver jamás.
Un año después de su desaparición, partí a Resanta con una copia del mapa incompleto de Ildena en mi cubo.
Cada noche echaba un par de leños al fuego, desenrollaba el mapa y cavilaba. Una y otra vez. Antes de ir a dormir, rezaba para mis adentros: "Ildena, donde quiera que estés en el Abismo, concédeme tu fuerza."
Mis compañeros y yo habíamos investigado Abismos más pequeños y móviles, pero el objetivo de la misión de Resanta era nuevo para todos nosotros, nadie conocía demasiado esa zona.
Lo que teníamos era información que habíamos adquirido a través del sacrificio de quienes habían ido antes que nosotros. Nuestra expedición se guió principalmente por el mapa de Ildena, que era básicamente un conjunto de esbozos e indicaciones imprecisas.
El mapa por el que Ildena había sacrificado su vida eterna, lamentablemente estaba incompleto. Pero todas las noches volvía a jurar: "Concluiré el trabajo que Ildena no pudo finalizar".
Los elios no fueron los únicos que alcanzaron Resanta. Atravesando un páramo inhóspito cubierto de restos de espíritus y Balaúres, descubrimos cadáveres que llevaban mucho tiempo muertos.
Restos de crines grises y plumas negras nos revelaron que habían sido los asmodianos. En las cercanías encontramos equipos de investigación destrozados y un pequeño cuaderno de notas con un escrito que no pudimos descifrar.
Pero no podíamos alegrarnos por el infortunio de nuestros enemigos, pues ese podría haber sido nuestro destino. Enterramos los cadáveres asmodianos en el suelo arenoso y dejamos el cuaderno de notas en el túmulo.
Atravesamos zonas en cuyo suelo aún había brasas y que habían sido atacadas por espíritus. Dejamos nuestras huellas sobre el suelo maldito por el veneno de los Balaúres. Para ahorrar fuerzas, solo desplegábamos nuestras alas cuando era absolutamente necesario.
Pronto escasearon el agua y los alimentos. Los vendajes, las pociones y los objetos mágicos ya se nos habían agotado. El contacto con la unidad de suministro lo habíamos perdido prácticamente en cuanto llegó a Resanta.
Como no teníamos otra elección, nos vimos forzados a cazar las extrañas criaturas del Abismo para alimentarnos.
Apoyándonos en nuestra fe en Aion, continuamos nuestras exploraciones. Llegamos a tiempo a las ruinas de una ciudad enorme, con reliquias similares a las que se habían desenterrado en las antiguas ruinas de Jeirón.
Un miembro de nuestro equipo era arqueólogo. Al ver la ciudad por primera vez, sonrió como nunca le había visto hacerlo. Pero debíamos partir pronto para cumplir nuestra misión.
El arqueólogo decidió quedarse. Dijo que investigar ese sitio le podría llevar toda una vida. Así que lo dejamos en las ruinas.
Estábamos agotados y hambrientos, y ya solo quedábamos la mitad. En nuestro cubo no teníamos más que un quisc portátil: el último de los prototipos que habían fabricado los geniales artesanos y sacerdotes de Sánctum.
Ya habíamos utilizado uno en la batalla contra los Balaúres y otro había sido destruido por un grupo de meteoros. El tercero resultó ser defectuoso cuando lo quisimos utilizar contra los Balaúres en otro combate. Aquel día algunos de los nuestros desaparecieron.
Sabíamos que era un aparato experimental y nos aferramos a la esperanza de que el último quisc que quedaba no estuviera también defectuoso.
No muy lejos de las ruinas había un pequeño grupo de islas unidas entre sí, que se perdían en la lejanía. Seguimos la ruta hacia abajo y acampamos en las islas durante la noche.
Pero nuestra presencia despertó a unos espíritus vengativos que nos atacaron en la oscuridad, mientras dormíamos. Nunca llegamos a averiguar si nuestros atacantes habían sido sombras de los elios o de los asmodianos.
Dejamos todo nuestro equipamiento y salimos corriendo. Cuando llegamos al borde de esta Isla de la Ingravidez, alzamos el vuelo.
La fuerza de nuestras alas disminuía poco a poco y estábamos a punto de caer. ¿Iba a ser ese mi final? ¿Regresaría a la Corriente de Éter si me disolvía en el Abismo? En eso pensaba a medida que me acercaba al suelo.
Entonces... ¡la salvación! Ante nosotros apareció otra Isla de la Ingravidez. Como mis alas ya no podían conmigo, aterricé allí sin importarme un comino qué tipo de sitio era aquel.
Cuando me levanté del sitio en el que había caído, una suave brisa acarició mis doloridas extremidades. Levanté mi rostro envuelto en una especie de lluvia de pétalos rosas.
Era una lluvia de flores, de las que solo puede haber en Elísea. En ese momento no podía saber si era real o si ya había muerto y resucitado en el otro mundo.
Pero no era una ilusión. Era una lluvia de hojas de un enorme y sublime árbol de sífora que caían sobre nosotros. Se erguía soberbio al borde de la isla flotante, hundiendo sus raíces en algo que parecía una roca.
Aunque ahora escasean, en la antigua Atreia eran muy frecuentes. Habíamos descubierto una isla flotante muy parecida a nuestro mundo perfecto, antes de la Gran Catástrofe.
Otras investigaciones indicaban cómo llegar a ese lugar ideal en el que, tras dar parte a Sánctum, podríamos comenzar a construir la Fortaleza de Téminon. Pero nuestros superiores estaban inquietos por miedo a quedarse atrás con respecto a los asmodianos.
Cuando se construyó el obelisco en la Fortaleza de Téminon, volví a ocuparme del mapa y por fin lo completé. Nuestro compañero, el arqueólogo, también sobrevivió y continúa estudiando las Ruinas de Roah.
Aunque ahora parece haberse quedado en un recuerdo lejano, antes cada paso que dábamos en el Abismo era una lucha desesperada por sobrevivir. Jóvenes Daevas de hoy: recordad siempre que la única razón por la que tenemos Resanta y la Fortaleza de Téminon es porque otros Daevas lo sacrificaron todo en el pasado para intentar llegar al Abismo.