Hace mucho tiempo había un Daeva cuya valentía nadie superó. Su nombre era Taros y el valor corría por sus venas.

Ya de niño, los habitantes del pueblo sabían que iba a ser un Daeva. La famosa historia que aconteció cuando no era más que un niño aseguró su ascensión.

Para contar el cuento de Taros el Daeva hay que contar el cuento de Taros el chico. Un día, hace mucho tiempo, fue a recolectar hierbas con sus amigos de la infancia. Pero como les suele ocurrir a los niños cuando juegan, olvidaron su obligación.

Un Tog rabioso y salvaje saltó de repente de entre la alta hierba. Los niños temieron por su vida y huyeron colina abajo. Pero allí los esperaba una amenaza aún mayor: un Cral que de alguna manera había atravesado el campo etéreo.

Los niños quedaron paralizados por el miedo y sus piernas, como petrificadas. El Cral rugía de un modo ensordecedor y agitaba su espada sobre su cabeza. Estaba a punto de atacar.

Justo en ese momento de peligro, Taros se armó de valor y gritó a sus amigos: "¡Subid de nuevo a la colina. ¡Yo detendré al monstruo!"

Taros arrojó su cesta llena de hierbas al suelo y comenzó a tirarle piedras al Cral. Cuando sus amigos habían alcanzado la cima de la colina, Taros dio media vuelta y corrió para reunirse con ellos.

Gracias al valor de Taros, todos sus amigos seguían con vida. Cuando los niños amedrentados y llenos de arañazos regresaron al pueblo, los mayores preguntaron qué había pasado.

Cada niño contaba la historia a su manera, pero el final siempre era el mismo: Taros los había salvado a todos.

El sacerdote del poblado llamó a Taros al templo. Dijo suavemente: "Hoy, tus amigos viven gracias a ti, hijo mío".

Entonces miró profundamente a los ojos del chico y añadió: "Pero si vuelves a encontrarte un Cral, ¡corre! ¡Corre todo lo que puedas!" Y le dio acarició la cabeza.

Sin embargo, la madre de Taros no le dio una bienvenida tan cordial. Le regañó por haber puesto su vida en juego hasta que corrieron lágrimas por sus mejillas sonrosadas.

Taros siempre había sido un chico tranquilo. Pero cuando amenazaba el peligro, su valor no conocía límites. Siempre aparecía donde había una desgracia para proteger a cualquiera de su pueblo.

Comprensiblemente, a su madre no le gustaba su valentía. Y tampoco la consolaba la idea de que ascendería a Daeva.

Conocía mejor que cualquier otro las peligrosas tareas que tenía que afrontar diariamente un Daeva. Y rezaba a Aion que dejara a Taros vivir sus años en paz como humano, no como Daeva.

Pero Aion había planeado otro destino para Taros. Como adolescente valiente y honesto, Taros ascendió pronto y entró en el templo para comenzar el entrenamiento.

No llamaba la atención por su físico ni por el dominio de la magia: era un joven normal y corriente. Pero sus amigos y profesores comenzaron a ver por igual sus rápidos progresos.

No importaba lo duro que fuera el entrenamiento o una situación, Taros nunca se daba por vencido ni cedía. Cuando concluyó su entrenamiento, se esperaban grandes cosas del nuevo Daeva y que obtuviera grandes victorias.

Como se había predicho, la espada de Taros dejó un rastro de Balaúres muertos. Todas las tropas que tuvieron suficiente suerte como para tener a este joven soldado en su tropa, abandonaban el campo invictas.

Pronto ascendió de rango y solo con oír susurrar su nombre, el miedo invadía los corazones de sus enemigos. Siel reconoció las habilidades del joven Daeva y pronto lo convirtió en general de la legión para misiones especiales.

Bajo las órdenes de Siel, Taros dirigió a su legión con valentía al imperio de Tiamat.

Taros comandó a sus legionarios con prudencia y brillantez a través de Balaurea. La escasez de éter dificultó el viaje, pero la legión logró abrirse paso.

Entonces llegó la catástrofe. El propio soberano balaúr Tiamat apareció ante ellos envuelto en una nube de humo. Rápidamente la legión de Taros intentó formar una línea de combate, pero Tiamat no les dio la más mínima oportunidad.

Con una profunda inspiración, el soberano balaúr transformó en piedra a todos los legionarios. Pero entre las estatuas, Taros seguía siendo de carne y hueso.

Sumido en la desesperación, Taros pudo escuchar a Tiamat: "¿Sois vos a quien llaman Taros? He oído hablar mucho a mis subordinados sobre vos. Por eso os he dejado en paz de momento".

Taros tenía mucho miedo, pero lo dominó y miró a los ojos del soberano balaúr cuando Tiamat continuó: "No puedo permitir que continuéis atosigando a mis tropas. Pero no tengo previsto acabar con vuestra vida. Sería un gran desperdicio ajusticiar a un guerrero tan fuerte como vos".

Os ofrezco un trato. Si hacéis lo que os pido, liberaré a vuestros legionarios. Pero tened esto en cuenta, Taros: No podréis renunciar al acuerdo que vais a cerrar conmigo. Para liberar a vuestros hombres, tendréis que permanecer aquí eternamente.

A Taros no le quedaba otro opción. Para él no era ningún honor estar eternamente esclavizado, pero no condenaría a sus soldados para el resto de todos los tiempos a una tumba pedregosa.

Así que Taros aceptó la oferta de Tiamat. El soberano balaúr murmuró las palabras que devolvieron a sus soldados la carne, pero también condenó a su líder a las cadenas de la maldición.

Cuando la legión de Taros recuperó el aliento de la vida, Taros y Tiamat habían desaparecido. Nadie volvió a ver a Taros después de este día fatal. Solo queda la leyenda de su valentía.