La Guerra Milenaria tuvo muchos héroes. Uno de los más grandes, y al mismo tiempo más trágicos, fue Taros.
La vida en torno a la Torre de Aion durante la guerra fue una vida bajo asedio, una vida sometida al miedo continuo. Pero desde pequeño, Taros no supo lo que era el miedo. Siempre fue conocido por su devoción, su amabilidad y sobre todo por su valentía. Su nombre era ya muy conocido cuando no era más que un niño.
Un día, el joven Taros y sus amigos subieron a una colina que había fuera de la ciudad para recolectar hierbas. Era un día cálido y veraniego, y pronto comenzaron a perseguir a un Élroc y olvidaron sus obligaciones.
Consiguieron dar alcance al Élroc, pero este huyó aterrorizado. Los niños pensaron que había huido por ellos, pero entonces cayó una enorme sombra sobre ellos. Era un Cral que, de algún modo, había conseguido atravesar el campo etéreo.
El Cral los miró fijamente y rugió. Al ver a aquel ser violento y con la piel enrojecida, los niños comenzaron a temblar paralizados por el miedo. Todos menos Taros.
El valiente muchacho agarró un hacha y saltó para situarse delante de sus amigos. "¡Corred!" dijo él, "¡Yo lo detendré!" Gracias a sus palabras, tan espontáneas y llenas de confianza en sí mismo, sus amigos pudieron volver a moverse y echaron a correr tanto como pudieron.
En realidad, el Cral debería haber destrozado al chico sin ningún esfuerzo, pero no lo hizo. Probablemente estaba demasiado confuso al ver que este pequeño humano no parecía tenerle miedo. Ambos se miraron mutuamente... durante cuánto tiempo, es algo que ni siquiera Taros recuerda.
Por suerte, el niño corrió a casa y pronto aparecieron Daevas que derrotaron al Cral. Lo primero que hizo Taros fue preguntar si sus amigos estaban a salvo.
Taros fue recibido en casa como un héroe por sus amigos y padres. Su madre lo abrazó con fuerza y lloró de alivio, enfado... y temor.
Taros era el mayor de sus hermanos. Desde el momento de su nacimiento, su madre sabía que Aion le había concedido un don. Y eso la aterrorizaba.
Había visto cómo otros habitantes del pueblo, entre ellos una de sus sobrinas, había ascendido para convertirse en Daeva. A menudo, a ello le seguía una tragedia. Cuando ese no era el caso, la preocupación por perder a uno de sus seres queridos en la Guerra Milenaria era inevitable.
Todos los días rezaba a Aion para que su fuerte y valiente hijo creciera, tuviera una familia, envejeciera y muriera pacíficamente rodeado de sus descendientes en lugar de llevar la vida inmortal de un Daeva.
Cuando Taros se hizo adulto, su preocupación aumentó. Era un hombre alto, robusto y joven que sabía manejar la espada y podía caminar grandes distancias sin ponerse a sudar siquiera. Pero también era un alma compasiva que siempre pensaba en los demás.
Ninguno de los habitantes del pueblo dudaba que estaba destinado a convertirse en Daeva.
Un día, llegó al pueblo una muchacha que corría asustada y llorando a lágrima viva. Había ido a cortar flores con su hermano, cuando este resbaló y cayó por un acantilado. Quedó colgado de un arbusto a varios metros del borde del acantilado y temía por su vida.
No había Daevas cerca, así que Taros se apresuró a ayudarlo. Se dejó caer con precaución del borde del abismo y estiró un brazo hacia abajo. El chico, presa del terror, agarró la mano de Taros, pero su miedo, su peso y el azote del viento se habían confabulado contra ellos.
Sobre el acantilado, los asustados habitantes del pueblo presenciaron cómo Taros perdía el equilibrio en la cuerda y caía con el chico para desaparecer en la niebla. Por las colinas retumbó un quejido de dolor.
De repente, algo surgió entre la niebla. Taros ascendió con unas alas fuertes y relucientes llevando al chico en sus brazos. Los habitantes del pueblo daban gritos de júbilo. Y la madre de Taros echó a llorar.
El mismo día, Taros comenzó su entrenamiento como Daeva recién ascendido.
En comparación con sus camaradas, no era especialmente fuerte ni especialmente hábil en el manejo de la magia. En consecuencia, al principio la mayoría de sus compañeros y superiores lo ignoraban.
Pero pronto se puso de manifiesto la fuerza de su corazón. Entrenaba duro, estudiaba más y aprendía más rápido que aquellos que sus oficiales habían formado antes. Además fascinaba por igual a amigos y rivales con su serena modestia, su conducta despreocupada y su mente prodigiosa.
Al igual que los habitantes del pueblo, los Daevas tenían muy claro que Taros estaba predestinado para la grandeza.
No pasó mucho tiempo hasta que Taros luchó al frente de la guerra aparentemente eterna contra los Balaúres.
Participó sin miedo en todos los conflictos, impulsado por la determinación de luchar por las vidas de toda Atreia. Sin embargo, nunca fue desconsiderado ni tuvo ansias de gloria. Siempre se aseguraba de proteger a sus aliados lo mejor que podía.
Allá donde fuera Taros, la victoria lo seguía. Las unidades a las que acompañaba tenían éxito sin sufrir apenas pérdidas allí donde otros hubieran sido derrotados. Su fama y su rango mejoraban rápidamente.
Era inevitable que atrajera incluso la atención de la propia soberana empiriana Siel.
Siel envió a Taros a una legión especial que estaba bajo sus órdenes directas y tenía que cumplir las misiones más importantes y difíciles. Pronto se convirtió en capitán de la legión y continuó impresionando a otros con su corazón y su espada.
Finalmente llegó el momento en el que la soberana del tiempo encargó a Taros la misión más importante que le había encomendado hasta el momento.
"Ataca la Fortaleza de Tiamat", le dijo. "La muerte de un soberano balaúr finalmente inclinará la balanza de la guerra a nuestro favor".
Fortalecido por la confianza que Siel había depositado en él, se dirigió con su legión hacia Balaurea.
A pesar de la escasez de éter, la legión se mantuvo firme. Estaba explorando el territorio cuando se produjo la catástrofe.
Tuvieron una mala suerte increíble cuando casualmente toparon con una legión balaúr que se dirigía a una batalla y a cuyo mando estaba precisamente el propio Tiamat.
Los sorprendidos atreianos intentaron reunirse, pero incluso con Taros a su lado, desde el principio todo estaba en su contra. Entonces Tiamat apareció entre la multitud que batallaba. Con un soplido venenoso convirtió a todos los legionarios de Taros en piedra.
Por primera vez, Taros supo lo que era la desesperación. Al ver los rostros petrificados de sus amigos, cayó de rodillas con los ojos inundados de lágrimas.
Cuando el soberano balaúr comenzó a hablar con él, Taros apenas se dio cuenta.
"¿Sois aquel que llaman Taros?", le preguntó Tiamat. "Vuestra fama es realmente alarmante, ha llegado incluso a mis oídos".
Con una mirada vacía, Taros, que seguía sin atemorizarse, miró a la cara de Tiamat. El soberano baláur se reía entre dientes.
Sois todo lo que he escuchado e incluso más. No puedo permitir que continuéis mutilándonos y, sin embargo, me duele acabar con un guerrero tan valiente como vos.
Os propongo un trato: la vida de vuestra legión a cambio de la vuestra. Os advierto: si aceptáis, estaréis unido a mí eternamente.
Taros sabía que negociar con el soberano balaúr condenaría su alma para toda la eternidad. ¿Pero qué era su única alma en comparación con las de toda su legión? Aceptó el trato sin dudar.
Tiamat pronunció las palabras de poder. El caballo de Taros profirió un estridente sonido de agonía. Una terrible oscuridad cubrió como una ola el campo de batalla... Y cuando esta se desvaneció, los camaradas de la legión de Taros se sacudían, liberados de su petrificación. Todos los Balaúres y su cabecilla habían desaparecido.
Desde entonces, Taros no volvió a ser visto jamás. Algunos dicen que sigue vagando por Balaurea, atrapado por el dolor de la maldición eterna de Tiamat.
Otros dicen también que el duelo de la soberana Siel por la pérdida de Taros la habría hecho más receptiva a las palabras de paz del soberano Israfel. Pero, ¿quién sabe qué pasa por la cabeza de una soberana empiriana?